En plena mitad del siglo XIX, el 15 de enero de 1850, nació en Moscú una descendiente directa del rey Matías Corvino de Hungría (1443-1490): Sofía Vasílievna. Sin embargo, el origen noble de la niña se había degradado porque su abuelo se casó con una gitana, siendo por ello despojado de su título de príncipe. Aun así, ella recibió una educación de primera calidad a cargo de un tutor personal, un profesor de física, uno de matemática, y muy especialmente de su tío Pyotr, quien estimulaba sus vetas poética y científica. Se cuenta que, siendo Sofía pequeña, después de una mudanza debieron empapelar la nueva casa, pero faltó material. Usaron entonces un libro viejo para completar el trabajo en su pieza. Se trataba, por azar, de un texto de cálculo diferencial, y las extrañas fórmulas que quedaron impresas en la pared de su cuarto alimentaron su fantasía y curiosidad científica desde temprana edad.
Sin embargo, sus extraordinarios progresos horrorizaron a su padre, quien detestaba a “las mujeres sabias” y sencillamente le prohibió avanzar más en su estudio de las ciencias. Pero Sofía se las arregló para continuar a escondidas y de forma autodidacta. Así era ella: brillante, tímida, rebelde, apasionada y, según cuentan, muy bella. Al leer los relatos originales respecto a esto último, no puede sino venir a mi mente una escena famosa de la novela El Idiota, de Fédor Dovstoyevski, en la cual el príncipe Myshkin le dice torpemente a Aglaia Ivanovna: “Usted es tan hermosa que da miedo mirarla”… Y Dovstoyevski no es ajeno a esta historia: fue novio de su hermana Anya –quien, según muchos, inspiró el personaje Aglaia de su novela–; además, se dice que Sofía se enamoró de él siendo aún una niña.
Toda la vida de Sofía es un precioso y trágico cuento ruso, parte del cual es relatado con singular maestría por la Premio Nobel de Literatura Alice Munro en su libro Demasiada Felicidad.
Con apenas 18 años, contrajo matrimonio con el paleontólogo Vladimir Kovalevski, tomando entonces su apellido. Se trataba, sin embargo, de un contrato por simple conveniencia: era la única manera que tenía para salir del país y aprender matemática.
Viajó a Heidelberg y luego a Berlín, donde estudió con Karl Weierstrass, con quien entabló una relación muy singular: al recibirla, el rígido alemán pensó inmediatamente en deshacerse de la aspirante a aprendiz proponiéndole una lista de problemas muy difíciles. Su sorpresa fue mayúscula cuando Sofía volvió a la semana siguiente con soluciones para todos ellos, muchas de las cuales eran más sencillas y elegantes que las del propio maestro. Desde entonces se convirtió en su mentor personal, debido a que a las mujeres les estaba vedado asistir a las clases comunes.
Weierstrass, el más riguroso de los “analistas” (es decir, quienes desarrollan el cálculo diferencial e integral), tuvo que guiar el talento desenfrenado de Sofía. La carrera de ella fue muy fluctuante. Cada cierto tiempo, debía sobrellevar el drama de su familia: las muertes primero de su padre, luego de Vladimir –con quien, años después de su matrimonio, había establecido una verdadera relación de pareja y tenido una hija, pero que se suicidó abrumado por las deudas– y, finalmente, de su hermana Anya. En otros períodos, se dedicaba a actividades diversas (muchas de ellas consideradas frívolas por la academia), como tertulias intelectuales o negocios. Esto último, unido a su belleza y matizado con su espíritu nihilista y libertario, no le granjearon una muy buena fama.
En 1874, Sofía se doctoró en ausencia pero con honores en la U. de Göttingen. Si bien esta era “más liberal” que la de Berlín como para permitir el otorgamiento del grado doctoral a una mujer, de todos modos le negó toda posibilidad de ejercer como académica. Inició entonces un largo peregrinar para conseguir trabajo (su Rusia zarista natal por la que deambuló durante varios años nunca se lo ofreció). Casi una década más tarde, amparada por el matemático y mecenas Gustav Mittag-Leffler (quien también había sido alumno de Weierstrass), consiguió recalar en Suecia.
Al cabo de un par de años, fue nombrada catedrática de matemáticas de la U. de Estocolmo. Se convertía así en la primera mujer en ostentar un cargo de este tipo en ese país, y la tercera en toda Europa. Con más estabilidad, pudo dar rienda a su otra pasión, la literatura, a la vez que comenzó a abogar por los derechos femeninos. Lamentablemente, con apenas 41 años y en pleno esplendor de su carrera, murió de una pneumonía mal cuidada, en medio de una profunda depresión sentimental gatillada por el rompimiento con su nueva pareja, Maxim, quien pretendía que abandonara su carrera para que llevaran una vida conyugal tradicional.
De la obra matemática de Sofía destacan especialmente dos hitos. El primero nace de su tesis de doctorado y trata sobre ecuaciones diferenciales. Un problema central en matemática es determinar si estas tienen o no soluciones y, en el caso de que existan, si ellas son únicas. El teorema de Cauchy-Kovalévskaya afirma que tal es el caso para algunas ecuaciones muy importantes en que las funciones involucradas son extremadamente suaves (más específicamente, funciones a las que llamamos “analíticas”, como los polinomios, las funciones trigonométricas, el logaritmo y la mayoría de las funciones comúnmente utilizadas). Este teorema había sido establecido en casos más particulares por el francés Augustin Cauchy, pero fue Sofía quien dio con la versión general que se esperaba gracias a una demostración que es un verdadero portento de tenacidad y en la que despliega una técnica magistral.
El segundo gran resultado de Sofía consiste en un trabajo particularmente elegante sobre un problema planteado por Leonhard Euler acerca de la rotación de un cuerpo sólido en torno a un punto. Se trataba de un tema muy conocido en la época, tanto así que en su novela Middlemarch, la escritora inglesa George Eliot (1819-1880) señalaba: “En resumen, la mujer era un problema que […] no podía ser menos complicado que el de las revoluciones de un cuerpo sólido de forma irregular”. El propio Euler lo había resuelto en el caso en que el punto es el centro de gravedad del cuerpo, y Lagrange en el caso en que el cuerpo tiene un eje de rotación (como un trompo). La solución de Sofía, que extiende las dos anteriores, consiste en una configuración universalmente conocida como “el trompo de Kovalévskaya”, en la cual se explota un nuevo tipo de simetrías. Este trabajo le valió un importante reconocimiento en 1888: el Premio Bordin de la Academia Francesa de Ciencias.
Pero Sofía no solo nos legó su matemática. También incursionó en la física, con un estudio de óptica; en la astronomía, con un trabajo sobre los anillos de Saturno; en la literatura, con una serie de poemas, un libro de memorias y una novela, Mujer Nihilista, además de una obra de teatro, La Lucha por la Felicidad, escrita junto a Anna Leffler, hermana de Gustav; y en la divulgación científica, con decenas de artículos para periódicos. En medio de estos últimos figuran muchos de sus famosos aforismos, entre los cuales destaca uno particularmente inspirador y muy revelador de su espíritu:
“Es imposible ser matemático sin tener alma de poeta […]
El poeta debe ser capaz de ver lo que los demás no ven,
debe ver más profundamente que otras personas.
Y el matemático debe hacer lo mismo”.
El poeta debe ser capaz de ver lo que los demás no ven,
debe ver más profundamente que otras personas.
Y el matemático debe hacer lo mismo”.
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